Biblioterapia



Biblioterapia


Hace unos años, unas pocas semanas antes de Navidad, me dijeron que debía operarme de urgencia. Sin darme tiempo a hacer la maleta, me encontré en un cuarto adusto y aséptico, ansioso y sin libros. Pasar unos diez días convaleciente en el hospital sin nada que leer me pareció un castigo al límite de lo soportable, y cuando mi compañero me propuso traerme de casa algunos volúmenes, acepté agradecido. ¿Pero cuáles elegir?

El autor de Eclesiastés nos enseña que para todas las cosas "hay sazón" y que todo tiene su tiempo determinado; igualmente, sabemos que cada ocasión tiene su libro. Pero no todo libro, por supuesto, conviene a cualquier momento de nuestra vida. Compadezco al pobre lector que se halle con el libro equivocado en un percance difícil, como le ocurrió al pobre Amundsen, descubridor del Polo Sur, cuyo bolso de libros se hundió en los hielos y se vio obligado a leer, noche tras helada noche, el único volumen que pudo rescatar, un indigesto tratado del Dr. Gaudens titulado Retrato de su sagrada majestad en sus soledades y sufrimientos. Es que hay libros para leer después de hacer el amor y libros para armarse de paciencia en el aeropuerto; libros para la mesa del desayuno y libros para el cuarto de baño; libros para las noches de insomnio en casa y para los días de insomnio en el hospital, y no pueden ser intercambiados. Nadie, ni siquiera su propio lector, puede explicar cabalmente cuáles libros convienen a cierto momento y cuáles no. De manera misteriosa, algo inefable hace que ocasiones y libros se acuerden o se opongan.

La lista de libros que Oscar Wilde pidió para acompañarlo en la cárcel de Reading incluyó, La isla del tesoro y un manual de conversación franco-italiano. Alejandro Magno partía a sus campañas con un ejemplar de la litada de Homero. El asesino de John Lennon consideró que un buen libro para tener en el bolsillo al cometer un crimen es El cazador oculto de J.D. Salinger. No sé si los astronautas se llevan a bordo las Crónicas marcianas de Ray Bradbury o si, por el contrario, prefieren Los alimentos terrestres de André Gide. Si el risueño Bernard Madoff acaba en prisión, ¿pedirá acaso La pequeña Dorrit de Dickens para enterarse de cómo el señor Merdle, ese sutil estafador, incapaz de soportar la vergüenza al ser descubierto, acaba cortándose el cuello con una navaja prestada? El Papa Benedicto XIII, ¿se retirará a su studiolo en el Castelo SantAngelo con Bubú de Montparnasse de Charles-Louis Philippe, para estudiar cómo la falta de preservativos ocasiona una epidemia de sífilis en el París de fin-de-siécle? Prosaico, G. K. Chesterton imaginó que, si estuviese naufragado en una isla desierta, desearía tener consigo un Manual de construcción de embarcaciones. Y a mí, ¿qué libros me convendrían para mi forzado retiro?

No soy un usuario del libro electrónico, ese libro de arena que se ufana de ser casi inagotable y que, por lo tanto, no me obligaría a elegir; en momentos traumatice me hace falta la consolación del papel y la tinta. Hice una lista de posibles candidatos. Descarté algunas categorías obvias: novelas que no había leído aún, porque no quería correr el riesgo de que faltasen a mi propósito; ensayos científicos, porque temí que mi cerebro, ablandado por la anestesia, se mostrase más reacio que de costumbre a la asimilación de elucubraciones clínicas; por la misma razón, no elegí el género policial que, en tiempos normales, tanto aprecio. Tampoco las biografías: me pareció que en mi estrecha cama de hospital no habría lugar para otras vidas.

Acabé anotando cuatro tipos de lecturas que me parecieron adecuados:

Libros que son antologías, generosos y fragmentarios. Pienso en el diario de Jules Renard, El libro de la almohada de Sei Shomagon; Religio medid de Sir Thomas Browne; Memoria de fuego de Eduardo Galeano; Las ciudades invisibles de ítalo Calvino.

Una obra meditativa, melancólica, suavemente filosófica, como los ensayos de Jean Cocteau, La dificultad de ser, o El sobrino de Rameau de Diderot, o Los sueños de Einstein de Alan Lightman. Pensé asustar a las enfermeras dejando sobre mi mesa los tratados de Kirkegaard cuyo título combinado da Miedo y sufrimiento: La enfermedad hasta la muerte, pero no me atreví.

Un libro para hacerme sonreir: Alicia en el país de las maravillas; Tristram Shandy de Laurence Sterne; Pnin de Vladimir Nabokov; Historia universal de la infamia de Borges; Tres hombres en una barca de Jerome K. Jero-me; Zazieen el metro de Raymond Queneau.

Un libro de poesía: de Richard Wilbur, Quevedo, Yves Bonnefoy, Joachim de Bellay, Anne Carson. Para no tener que elegir un solo nombre, quizá convendría una colección ecléctica, como la Poesía barroca de J P Hill y E. Caracciolo-Trejo, fuente de infinito placer.

Evidentemente, otras situaciones requerirían otras bibliotecas. Un verano en la montaña o una residencia de trabajo en una ciudad extranjera, un largo viaje (como los que ya no hacemos) cruzando el tedioso océano o una larga visita a nuestra familia lejana, cada una exigiría una bibliografía diferente. Dante no se lleva libros en su apremiado recorrido de los mundos del más allá, pero si tuviese que demorarse en uno de esos sitios terribles, si debiera pasar como Rimbaud una temporada en el Infierno o como José Lezama Lima otra en el Paraíso, sin duda el gran lector de Virgilio y de Santo Tomás se hubiera hecho de libros apropiados. Quiere la bibliodiversidad que define nuestra historia literaria que los títulos elegidos no reflejen con demasiada exactitud el lugar de su lectura (Gide leyendo a Boileau en el Congo nos parece más adecuado que Unamuno leyendo a Santa Teresa en Ávila) pero a veces la coincidencia entre sitio v texto nos puede ayudar a reconocer en la página el mundo que casualmente nos rodea. Así Dante, que tantas veces confiesa no tener palabras para describir sus visiones, podría encontrarlas (valga el anacronismo) en los poemas de San Juan de la Cruz, mientras asciende entre los elegidos, v en los párrafos de Solyenitzin, mientras desciende entre los condenados. En todo caso, los libros, que convienen a cada ocasión, se convierten para su lector en diario
íntimo, en crónica de estadía o de viaje, en aide-mémoire para una futura lectura.

Los libros que yo elegí para esas largas semanas de hospital (fueron cuatro los libros y no quiero nombrarlos) contienen ahora el diario de mi convalecencia. Abriéndolos en el futuro, sabré cómo velaron a mi lado, hablaron conmigo cuando lo quise, o supieron esperar en silencio, atentos. Nunca se impacientaron, ni fueron sentenciosos o condescendientes. Estuvieron fielmente presentes, indiferentes a las horas, dando por sentado que también este momento pasaría, y mi incomodidad y mi desasosiego, y que sus páginas seguirían acompañándome en el futuro, describiendo algo mío, íntimo y oscuro, para lo cual yo no tenía (y aún no tengo y no tendré) palabras. ©



 Alberto Manguel, en revista Tierra adentro, agosto-septiembre de 2011, número 171.


Comentarios

¡Vale la pena leer!

"La mañana de san Juan", de Manuel Gutiérrez Nájera

"11, IV. Jardín de niños", Desde entonces, José Emilio Pacheco

"Obra maestra", Ramón López Velarde

"42", Los demonios y los días, de Rubén Bonifaz Nuño

Santiago Juxtlahuaca, Oaxaca