¿Dónde te agarró el temblor?

En memoria del temblor que sacudió a la ciudad de México la mañana del 19 de septiembre de 1985.


Me recuerdo frente al televisor sólo con mi típica trusa de algodón 100% y mi camiseta Rimbross al revés (entre otras cosas, para que la etiqueta no me irritara la piel). La mañana en mis recuerdos es particularmente fría, con un cielo gris y repleto de nubes. Aún así permanezco casi inmóvil, sólo el tiritar de mi cuerpecillo sacudido por la baja temperatura, el susto y la desesperanza contagiada, me dejan estar quieto mirando y tratando de entender qué es lo que sucede, por qué el desmadre en casa y por qué el olor de muerte tan intenso, olor aún desconocido para mí a los 5 años.



Recuerdo que las voces, los gritos y el desconsuelo que presencio en la pequeña habitación donde estaba el televisor giraban en torno a mis tíos desaparecidos en las calles del Centro. Por algún extraño manotazo del destino, esa mañana mi padre había descansado y dormido la noche previa en casa con nosotros. Así que la preocupación, que pudo estar enfocada completamente en él y su posible desaparición, sólo estaba con mis tíos. Por esos años los tres se dedicaban al oficio de la ruleteada. Mi tío "El Profe" tenía una pesera que iba de Xochi centro a Izazaga; mi tío "Bello" tenía la misma ruta y su propia combi, "La Nena". Me parece que mi apá "postureaba" con uno y con otro. Hacía apenas unos meses que había regresado del gabacho y aún no conseguía un empleo estable. Cosa que con los años ha dejado de recriminarse, pues la experiencia de conducir desde Texas hasta Florida le ha dejado a la larga más que ese empleo tan deseado.

La cosa estaba en que los adultos trataban de ponerse de acuerdo para ver quién se quedaba con los críos (vivíamos juntito a la casa de mi tío Profe y de mi tía "La Gorda"); yo era el mayorcito y deseaba hablar y decir: Yo me encargó. Pero la verdad es que la muerte había pasado por las calles de la ciudad y había echado a su bolsa a miles, sin discriminar, por lo que en mi casa nadie quería quedarse y nadie quería salir. Aunado, estaba el detalle de no contar con teléfono fijo, móvil o algo semejante (esas cosillas con las que ahora hacemos como que nos sorprendemos por su inmediatez).

Sin embargo, recuerdo que en el transcurso del día se supo que "El Profe" la había librado de manera milagrosa. Creo que él circulaba dirección Izazaga sobre Tlalpan cuando, a penas algunos metros antes de introducirse en el desnivel vehicular llamado 20 de Noviembre, ante sus ojos éste se derribó aplastando cuanto auto se encontraba en su interior. Contaba (porque ya murió, irónicamente en un accidente automovilístico cuando dormía y conducía su ayudante) que un camión de pasajeros había quedado como de un metro de altura, que se oían lamentos, gritos, quejidos, últimas exhalaciones, etcétera.

Mientras agradecía al santo de su devoción, recordó que mi otro tío, Bello, lo había rebasado y que seguro se hallaba debajo del larguísimo puente caído. Por lo que entró en shock de llanto y como loco trató de hallar la manera de introducirse entre los escombros. Su desesperación lo hizo vagar por las calles desoladas e irreconocibles del centro de la ciudad; a su paso, cual héroe bizarro, fue ayudando a cuanto infeliz pudo, contando a pedazos su propia historia y dando aliento a desconocidos que agradecidos le cargaban buenas esperanzas.



En casa, se determinó que mis padres serían los que saldrían a buscas a los tíos, pero de último momento (no recuerdo por qué) sólo fue mi apá quien se adentró en los escombros. Por la tarde, creo, vino a vernos Doña Rosita, una seño que nos prestaba su fon para llamadas de emergencia. Al parecer era uno de los tíos pero no lo había reconocido. Irma (mi amá) salió corriendo para enterarse, girar instrucciones y de nuevo elaborar una estrategia de comunicación. Con los días, la casa y el fon de Rosita se convirtieron en el cuartel general de mi familia, pues mis tíos y papá se volvieron de pronto rescatistas y camilleros; utilizaron su destreza y sentido de ubicación para recorrer calles, sitios, plazas, mercados y hospitales dando la mano a quien la pedía y haciendo el bien como nunca. Pasaron días enteros durmiendo y viviendo entre cadáveres, olores extrañísimos y preguntándose cómo demonios levantarían la ciudad que les había dado asilo desde que llegaran de su tierra de origen.

Irma cuenta que pasaron muchos meses antes de que se fuera el olor a muerto. De vez en vez, cuando nos reuníamos a platicar, mis tíos platicaban hazañas y dolores, propios y ajenos; su desconsuelo al entrar en el Centro Médico que prácticamente estuvo en el suelo varios años (en 1990, cuando por primera vez fui a consulta ahí, aún se notaban las cuarteaduras de los edificios, los remiendos, las esqueletos metálicos que sostenían las viejas construcciones); y por supuesto, su amargo recuerdo de cómo las calles que los veían pasar diariamente estuvieron a punto de tragarlos.

He olvidado muchas cosas de ese 19 de septiembre. Lo más fresco son mis recuerdos posteriores y los famosos temblorcitos de 1986. Uno de ellos me tomó hospitalizado en La Raza, en un séptimo piso y atado por mangueritas de suero y sangre donada. Afortunadamente, todos son recuerdos agradables, dignos de relatarse, que me enorgullecen, que me estremecen cuando pienso que esa mañana sólo sería, en la historia de mi vida futura, una antesala a lo que el destino me depararía en los meses inmediatos.

Y a ti, como dijera el difuntito Chico Che, "¿dónde te agarró el temblor?"

Comentarios

Lunita ha dicho que…
Sabes amor, éste es el primer escrito que compartiste conmigo y desde un inicio me cautivaste con tu narrativa; me hiciste estremecer, muchas emociones comenzaron a moverse dentro de mi. Te mando muchos besitos, de esos, que me gusta tanto mandarte.

¡Vale la pena leer!

"La mañana de san Juan", de Manuel Gutiérrez Nájera

"11, IV. Jardín de niños", Desde entonces, José Emilio Pacheco

"Obra maestra", Ramón López Velarde

"42", Los demonios y los días, de Rubén Bonifaz Nuño

Santiago Juxtlahuaca, Oaxaca