Palabras y construcciones

I.

Una vez más cedía a la inquebrantable, ahora lo sabía, sensación de tomar la pluma. Muy en el claro fondo de su ser, en el azul nítido de su esperanza pisoteada, había soñado en ese momento. En medio de las caminatas mañaneras rumbo a la oficina, en el vagón del subterráneo, en la acera manchada de pordioseros y gente vil, había querido detenerse y escribir: tomar, como lo hacen las rapiñas, de lo muerto del mundo la materia de escritura, la esencia del texto.

Así había estado largo tiempo, desde aquella mañana en que la acompañó a la estación del tren. La encamine a su distancia eterna, se decía entre copas y entre extraños que admirados lo veían beber sin misericordia de sí mismo. Antes, a la hora del aura, habían platicado por última vez envueltos en el mismo lecho con lo único de valor que conservaban: su temor en el mundo. La charla, amena y llena de besos mezclados con reclamos en silencio, había rondado los terrenos del reproche, del llanto y de la desilusión.

Ella se marchaba al extranjero en busca de lo que llamaba sin especificar su sueño roto. Lo hacía segada de seguridad, de un valor extraño que sólo puede infundirse asimismo aquel que ha podido establecerse en la soledad por años, en la incertidumbre de los días presentes, en el ominoso silencio del precipicio claro de los sueños jamás alcanzados. Lo hacía sin saber con exactitud que todo era confabulación de sus mutuos miedos y temores, de sus no renuncias.
Él, menos ciego pero no por ello más valiente, sin saber cómo detenerle había puesto las maletas de viaje, como al descuido, desde hacía tres meses por donde sabía que ella pasaría por lo menos cinco o seis veces en el día. Creía ciegamente en la predisposición, en el determinismo. Sin saber cómo decirle no quiero que te vayas, menos supo como correrla. Hasta que por fin descubrió que bastaba con decirle vete y disfruta, crece.

El día del adiós, luego de la charla, comieron y rieron como nunca, sabedores ignorantes del devenir de los años futuros que trataban de desconocer. El desayuno había sido sencillo: huevos con jamón, jugo de algo, leche y café quizá, besos, caricias y suspiros echados al congelador con la esperanza de incubarlos o de que se organizaran por sí mismos en las hieleras, manos entre lazadas y miradas esquivas del culpable que sabe asesinará lo que más ama por no saber qué hacer con la dicha.

La primera hora de la mañana transcurría sin preocupaciones. Ella ponía sobre su cabello adornos cursis y detalles en los ojos apagados. Vestida sin sentido, con jeans y sudadera, con tennis y gorra deportiva, sabía que el tiempo había llegado. Él, peleado con su silencio delator, ponía discos y cantaba como si anunciará buenos y nuevos tiempos. Ambos estaban derrotados. En un momento de descuido, él logro escabullirse de su mirada y llegar entre resoplos a la alcoba ahora vacía. Puso los ojos frente al papel y sólo escribió Grita!!! De regreso a la sala, ella vaciaba dentro de una bolsa negra en su totalidad lo que llamaba serán mis amuletos: fotos de ellos, regalos de él a ella, cartas para ella, pétalos secos y una que otra lágrima que nombraba por la emoción del viaje. Recargado sobre uno de los pilares del modesto departamento él quiso abrazarla y lo hizo, pero sólo en el ensueño del momento: había recordado la vez que soñó que él los encontraba a ambos muertos, tendidos sobre la cama matrimonial destendida y rodeada de las pistas nocturnas de una noche de pasión; la simple visión del autodesdoblamiento corporal lo había paralizado; consciente del sueño que vivía, lo era al tiempo de su incapacidad para evadirlo. Se acerco a lo que eran sus cuerpos sin vida y tuvo horror de mirarlos, de descubrirlos partidos y quién sabe en cuántos diminutos pedacitos los sueños de ambos ahora muertos como ellos. Conteniendo el asco por la muerte, supo llegar hasta ella y tomarla entre los brazos entre frases de no puede ser, no puede ser, por qué nosotros, pero por qué, y demás; luego, como siguiendo un acto reflejo establecido por la evolución del cuerpo humano, la estrechó sin importar que por la fuerza imprimida casi terminara por desfigurar su rostro navajeado. Así la estrechó en el ensueño mientras ella contenía con mayor dificultad el llanto. Miró hacía donde él estaba detenido casi de las uñas del pilar para no correr y suplicarle y entonces dijo tengo que irme ya, me acompañas o prefieres quedarte.

De camino a la estación la conversación había sido escasa. El clima, las viejas amistadas de las calles aledañas, el voy a estar bien, la respuesta automática de lo sé, y demás ornatos verbales que casi nada decían de ellos en esa hora cero que por fin llegaba. Lo habían planeado mucho tiempo atrás, primero en silencio y de manera individual, luego juntos, pero distanciados, sin querer casi tocar el tema, dándole la espalda, por último, de frente, frente a la mesa, con la frente alta para transmitirse valor. Era necesario. Ella deseaba tanto realizar el sueño cortado; él deseaba tanto apoyarla y sentirla feliz. Ambos querían alejarse.

En la estación hubo algunos abrazos, unos besos y muchas palabras huecas. El tiempo estaba encima y retrazarlo con oraciones largas era penoso: querían que todo terminara cuanto antes. Ella llevó hasta ese lugar una bella foto de viaje: ambos lucían enamorados, abrazados con pasión, poniendo los ojos un par sobre el otro, sus expresiones decían lo que el amor del entonces les decía; la idea era, según el recordaba mucho tiempo después, retratarse de nuevo antes de la despedida repitiendo la escena. Pero fue imposible. La cámara estaba vacía, sin rollo, sin baterías, sólo el cascarón y la imagen les pareció muy familiar: una bella apariencia que esconde la descomposición de los días de invierno, el cadáver del amor, la súplica del despegue, el sarcófago que se disfraza de cajita feliz, pero se sabe de Pandora.


II.

Los primeros días fueron casi normales. La alteración del sueño era signo de normalidad, de soltería llego a pensar mientras no desayunaba y fumaba y tiraba al suelo los recuerdos compartidos. Seguramente se extrañaba de estar de nuevo consigo, con el que se concebía; seguramente le resultaba sorprendente hallarse en sí, llevarse todo el tiempo en la mente, oírse, sentir en las noches sus flacas piernas estremecerse al contacto con la sábana sola que lo aguardaba, reconocer de nuevo su estado de ánimo permanente y la mancha de los días sólo a su lado. En pocos días comenzó a idear nuevas rutas para volver a casa. Como si las anteriores estuvieran infectadas de cierta peste contagiosa: en realidad temía enfrentarse a su estilo de vida anterior, a su ancestral emoción de calles, pisos, lugares, bares, cafés, parques, esquinas oscuras, sitios comunes y corrientes que de pronto y a su paso se alzaban y le hablaban de lo que ya no era. Figuras en el aire que lo espantaban y perseguían hasta que las perdía, no sin dificultad, cuando atravesaba el umbral de la puerta para, una vez más, hundirse en la alcoba. Desde ahí las mira con terror, aun hoy.

Con el transcurrir del tiempo se hizo a la idea. Salir sólo lo necesario era mejor. Recluirse en el fondo del cuarto lo llenaba de sensaciones, de expectativas, de incertidumbres que lo hacían escribir miles de páginas imaginarias, llenarlas con palabras que no escribía pero que lo atormentaban dulcemente. Con todo, lograba resistir la sensación de escribir. Sumergido en un mundo factible sólo para sus perspectivas, supo que llenarse de rencor era inútil; reconocer el fracaso acaso no lo mejor, pero sí más maduro y sensato y reconocido socialmente. Rencor. Dulce palabra con la que había batallado y que ahora, en esos momentos delicados, no iba a permitir que lo consumiera. El mundo se volvió de trabajo. De cantera rosa. De platicas en los pasillos, de cigarros en las azoteas, de naufragios en el intento por estar a solas: siempre se hallaba a sí mismo huyendo del hoy, del presente, regresando crónicamente al malestar del tiempo ido: la felicidad completa.

Al principio hubo cierta comunicación telefónica. Ambos deseaban decirse cosas, pero llegado el momento todo era lo mismo y atrás quedaban las primigenias intenciones. Ella comentaba sobre la vida en ese país, las raras costumbres, la comida condimentada, las compañías forzadas y la casi imposibilidad de pasar desapercibida: al poco tiempo de establecerse pudo hallar empleo, en el empleo buenos compañeros, en éstos amigos y finalmente reconocimiento. Luego vinieron las visitas sociales, las fiestas, los recorridos por el país añejo, la intención de los otros de incluirla en la plática, en la ceremonia, en las reuniones, en la vida alegre que la apartara del trabajo y la reflexión que casi a nada llevaban. Ella, sin saber decir del todo no o del todo sí, primero se negaba a todo o aceptaba todo; después, convencida de que su felicidad no estaba impuramente desligada del autoabandono de él, se volvió selectiva. Salía mucho, pero no con todos ni sin nadie. Halló la forma de hacerse de amigos selectos, de divertirse mientras era apreciada por los otros sin necesidad de caer en el exhibicionismo, en la vulgaridad o en el agotamiento por llamar la atención. Comprendió que ella, liberada del sueño mutuo que una vez en compañía, casi enferma, de él había comenzado a construir, y sin importar la edad o las condiciones, bien podía recobrar y reconstruir ese otro sueño roto que hasta ahora conocía. Por fin lograba hacerse de un destino favorito, de un presente llamativo, de un hoy por hoy.

Dentro de todo, no se olvidaba de llamar, de escribir, de pensar, de sentir en la lejanía el hundimiento que él mismo estaba propiciando y buscando. Era como si en la distancia, o gracias a ella, ambos hubieran logrado verter en copas diferentes la esencia de cada uno. Ella, analítica y controladora, había buscado afanosamente tener las riendas de su vida. Había pretendido dominar el aire y el amor, la irracionalidad y la economía, la dicha y el abandono. Se trataba dijo una vez frente a otros, de que yo pudiera encontrar el camino justo y la medida apropiada, de que mi ser y yo, aunque quizá con él al lado como fue la primera intención, encontráramos eso que hacía falta pero que desconocía. Y ahora, en su hoy de ese entonces, por fin hallaba sin tanto sufrimiento su sueño roto, más por desconocimiento propio que por falta herramientas para conseguirlo. Consciente, le llamaba, le contaba con falso pudor sus alegrías y lo animaba deseando ser ignorada a seguirla, alcánzame y disfrutemos juntos.

Las llamadas no significaban para él la gran cosa. Qué tanto podría transmitirse en algunos minutos de charla telefónica, ¿acaso más de lo que se podía en la cotidiana convivencia?, ¿acaso más de lo que llegaron a tener? No, decía para su silencio y repetía mientras llenaba de comentarios astutos e interesantes los minutos de conversación entre ellos. No se sentía hipócrita, mucho menos traidor. Simplemente pensaba que no era quién para destrozar esos momentos de felicidad que ella pudiera encontrar platicando a través de la bocina. Así fue durante meses.

Por más que le insistía, trataba siempre de decir lo menos de su actual estilo de vida. Omitía cosas, inventaba otras, disminuía las muchas y exageraba las además inexistentes. Creaba en el momento historias largas, complicadas, llenas intrincadas tramas de oficina. Mentía. No tenía el menor deseo de enterarla, de actualizarla en pormenores ni de entusiasmarla con la idea de su autoabandono, de su fracaso. Se complacía en escuchar cómo ella hacía que creía lo que le contaba, y cómo luego ella añadía, como sin saber, más elementos a la improvisada novela. Ambos, en complicidad cerrada y mezquina, simulaban entenderse. Ambos, desde su propio sitio, se preguntaban cuánto más duraría eso, cuánto había durado. En ese tenor, las llamadas de él comenzaron a escasear; las de ella, eran justo a la hora en que sabía que no estaba. Así, el juego volvió a establecerse ahora a la distancia, de forma intercontinental.

Fue en esa época cuando él hizo amistad con los Monos Locos, jóvenes universitarios involucrados en el arte de las letras, del engaño, la seducción y el alcoholismo. Juntos visitaron lugares de vicio hasta hallar alojo definitivo muy cerca de la zona central, por donde forzosamente, y gracias a su nuevo trazo de rutas alternas, tenía que pasar de regreso a casa. Al principio dudó mucho en vincularse al grupo, pero pudo descubrir que lo más que podía perder era perderse en compañía de extraños. Los jueves pasaba sólo un par de horas. Gastaba ese tiempo en oír la charla de los Monos Locos. Bebía mucho pero comentaba muy poco. Trataba de ser indiferente aunque respetuoso. Todo terminaba casi a la media noche, cuando en medio de una gritería los Monos proclamaban la revolución letrada y le reforma del alcohol. Él, cual cachorro asustado, salía trastabillando y corría las seis cuadras que lo separaban de la casa. Un extraño vértigo lo dominaba. Entraba. Subía las escaleras. Cruzaba la puerta de la alcoba y dejaba caer su cuerpo en vilo sobre la cama. A sus ojos venían como en cascada los recuerdos. Tantos que le ahogaban la visión, lo cegaban momentáneamente y le hacían creer que la muerte lo inundaba todo. Pese a que el efecto era momentáneo, desde la primera vez supo que una droga más fuerte lo consumía: el anhelo de morir.

III.

Acostumbraba salir poco de casa. Una extraña precaución habíale privado desde casi la infancia de esa libertad: la idea de la muerte en cada esquina. A sus escasos 14 años, ya temía morir quizá tanto como en el fondo lo deseaba. Así que a muy temprana edad comenzó a escribir, decía siempre en las reuniones cuando se le cuestionaba a respecto. Primero había sido como un absurdo pretexto que lograba aquietarle la mente mientras el día y la noche transcurrían lejos de su alcance, allá donde no se atrevía pisar. Comenzó con la imitación, pero buscando originalidad, propuesta. Había leído poco, muy poco decía siempre, y sus recursos, pensaba, estaban más que mermados y delimitados. No obstante, lograba arreglárselas para salir victorioso: un final de última hora, una historia sin tal ni fin, un texto corto e impactante, según las necesidades y requerimientos de su ser quien sólo era capaz de gobernarlo.

Nunca sabía hacia dónde corrían sus historias. No tenían al principio una meta, sino que la adquirían con el devenir de palabras y construcciones.

Comentarios

¡Vale la pena leer!

"La mañana de san Juan", de Manuel Gutiérrez Nájera

"11, IV. Jardín de niños", Desde entonces, José Emilio Pacheco

"Obra maestra", Ramón López Velarde

"42", Los demonios y los días, de Rubén Bonifaz Nuño

Santiago Juxtlahuaca, Oaxaca