Have you ever seen the rain?

La había esperado como se espera a la clara mañana que se esconde detrás de la noche. La había acariciado como al dulce sueño de la madrugada que con trabajos se consigue. La sentía siempre, cerquita, muy cerquita del corazón como una espina difuminada mas nunca muerta. La tenía sobre las manos, en la piel, en los ojos y en la boca ya sin dientes ni lengua ni rastro alguno de vida alguna. La comía de mañana. Le escribía. La sabía como se sabe la lengua materna y la perdía como se pierde a media mañana de febrero a escondidas de todos y llenos de temblor por el deseo y la inexperiencia la virginidad. La deseaba como se desea lo que tantas veces se ha perdido.

Una vez apareció. Estaba a lo lejos, sobre ciertas calles de cierta reputación no muy alentadora. Parada ahí, pasaba por puta. Y parecía tan bella, tan inocente. Y parecía tan frágil de rompible. Pero sus manos estaban acostumbradas a dar amor, a propiciar placer; pero sus besos eran hojas secas sin fe y sin aliento; saliva de larva que se pone en contacto con la corteza, con la tierra, con los desperdicios humanos. Y su cuerpo, niño una vez, estaba lleno de líquidos ajenos y de miradas opulentas que la habían hecho gemir de placer, gozar del sexo, de las caricias no caseras, no puras. Y sus muslos, una vez de niña de pantalones cortos, presentaban las huellas de las manos que lo arrastraban, que lo perdían, que lo devoraban todo, todo hasta la saciedad. Pasaba por puta y el simple hecho de serlo parecía la muerte.

Cuántas veces tendido en la cama la veía con deseo. Ella, postrada muy cerca, veía con sus grandes ojos de gata asustada el techo, el lecho, las sábanas negras, la atmósfera decadente; cuántas veces pensó ella que el lujo era demasiado y su cuerpo ya tan poco y tan corriente. La tomaba por sorpresa y todo era un ir y venir dentro de su cuerpo firme. Todo era una especie de juego que se juega entre dos, entre cuatro, entre seis, en pareja, en conjunto, en privado, en la mente. Todo era hacer y deshacer el amor con la grata sorpresa de que siempre aparecería debajo de la cama o tirado en el patio cual perro faldero que lo espera todo. El amor era entonces lo que la juventud a los niños: insignificante. El placer lo era y lo podía y lo mantenía y lo sembraba todo. No obstante, todo terminaba siendo un simple sueño de alcoba vacía, de dulce, dulce hotel; sueño de pendejos. Y ella la de otro(s).

Ahora lo sabía. No podía ser diferente ni peor, aunque quizá tampoco mejor. Ahí estaba sobre la acera rota, rota ella y rotas las dos. Rotas de la vida y de las miradas. Parecía esconderse para no ser vista, pero su aroma llegaba hasta el sitio del ensueño; donde muchas veces la había visto a través del espejo despojarse del vestido, del brasier, de la prenda íntima y meterse sigilosa a la cama y tocarse la vagina creyéndose olvidada por el tiempo y el placer de otro. La había sorprendido y jamás había procedido a decir nada: la miraba como a una niña que juega a las muñecas. Buscaba el momento, la ocasión, la parte del mundo donde por fin enseñarle el vulgar truco del amor. Pero jamás llegó.

Primero apareció la desilusión.

En un punto sin retorno ambas miradas cruzaron la avenida y se encontraron de frente, detenidos como por un alto que se contrapone en tiempo y forma al siga, mismo que cede el paso al preventivo que, débil, deja el turno al alto que hallaba a ese par de miradas contradichas. Ella, quiso decir hola y luego ofrecer el cuello y la boca y la seña del más para que, como en sus sueños, recorriera su piel aún teñida de vida y tocara su punto de excitación. Necesitaba pertenercer al selecto grupo de los enamorados de verdad. Pero la miraba como ajena, como sucia, con asco, incluso. La miraba feo. Sin ganas ni deseo. Arrepentido de tantas noches en agonía pensando cómo decirle, cómo hacerle ver las cosas y explicarle que el deseo entre dos es más posible y benefactor que entre una o uno y muchos diferentes o muchas diferentes. Cómo decirle que por fin estaba complacido con un cuerpo, con un alma, con un ser que aunque volátil era merecedor del placer y de la dicha de estar uno sobre del otro y el otro abrigando a éste. La miraba sin palabras y muy de lejos.

El tiempo breve del encuentro se interrumpió de nuevo por el siga y ella avanzó sin ver ni ser vista. Como si al cruzar la bocacalle su cuerpo público y privado fuera hecho viento y sombra lejana para el que la miraba. Se detuvo frente a la ventana. Tocó tres veces y, al ver la ausencia de vivientes en el interior, dejó sobre el cristal una beso tan bien dibujado que fue una lástima que se borrara con el aguacero de noviembre. Un beso de su boca de nadie y de todos. Un beso caliente por el clima del día, pero frío de sensaciones de cariño. Estaba detrás de la ventana sin ver más que la boca acercarse y alejarse en un rápido movimiento miles de veces practicado. Miraba la boca principal del sueño estrella de la función de las noches en la cama donde, presa de la lujuria, la suponía desnuda y mamando y luego follando y luego cayendo sobre los pechos y luego desaparecer para, según, ir a casa... seguramente de otro. Pero no lo sabía hasta ese momento en que la veía alejarse taconeando como ya casi no se hace. La veía irse. Irse. Ir.

El impacto fue único. Ella jamás volvió. Se fue de la ciudad. Jamás supo las conclusiones finales de este relato sin sentido. Sin saberlo ni esperarlo siguió siendo aquélla de discutible reputación que una vez entró a un sueño ajeno, alejado de las necesidades de ella y saturado de inseguridades propias. No supo que fue considerada la autora sentimental (no intelectual) de un intento de suicidio. Se fue quizá al otro lado de la ciudad donde las pirujitas la pudieron haber adoptado como sirvienta, como nodriza, como gata de cuarta o, simplemente, le dieron el abrigo que no halló en casa ni en el cuerpo que dios le dio.

Se marchó sin saber quién era el dueño de la mirada que durante años la vio desde aquella ventana donde dejó su beso. Sin suponerlo siquiera, pero sintiéndose amada por el simple hecho de que alguien estaba al asecho, al tanto. Murió considerada loca, desquiciada, aturdida de la vida. Cuando sólo requería saber quién era para poder decirlo.

Con el tiempo, conforme se perdió su sombra en la esquina donde la veía siempre, su presencia aumentó en los sueños. La veía y la escuchaba; la tenía en la mano. Sin preguntar cómo o por qué la soñaba muerta. La veía vagar. La tenía presente. Hubo una confirmación entonces: siendo puta, lo más natural era que se hubiera largado con cualquiera. Pinche vieja. Aunque, siéndolo, bien pudo haber muerto por alguna extraña enfermedad. Sin descartar, claro, que pudo haber perecido en la cama, durante el acto sexual, presa de la asfixia provocada por la mano potente de algún cliente loco y borracho, pero sobre todo homicida. Todo era posible siendo lo que parecía que era desde aquella vez. La tenía por puta, cuando ya había muerto.

Detrás de la ventana, en el interior, vivía convencido de todo. De lo que veía, de lo que escuchaba, de que estaba perdido. Sólo su presencia dijo que había algo más que todo lo que estaba adentro. Pero fue muy tarde. Cuando ella se marchó, ya hacía mucho que no sabía si era pretérito de la primera persona o de la tercera, ambos del singular

Comentarios

¡Vale la pena leer!

"La mañana de san Juan", de Manuel Gutiérrez Nájera

"11, IV. Jardín de niños", Desde entonces, José Emilio Pacheco

"Obra maestra", Ramón López Velarde

"42", Los demonios y los días, de Rubén Bonifaz Nuño

Santiago Juxtlahuaca, Oaxaca