El gigante
II.
En los pasillos del sueño intermitente aparece el gigante. Me atrapa con su mano de boca oscura, aprieta mi poca vigilia y se desintegra en mi grito de terror. No puedo regresar a mí y lo veo en el techo, pegado a las noches que paso fuera de la casa, de mi cama consoladora. Entonces el gigante amorfo juega conmigo mientras huyo de su ojo. Se posa en mi canción de cuna y convierte todo en un festival de muerte: devora niños, hombreslagartija posados al sol del mediodía, mata a mis siete gatos protectores, pisa mi presente. Justo ahora, cuando escribo al pie de la oscuridad de mi huida, lo sé venir por mí, por la que quedó de mí, la que fui.
En estos pasillos de mi sueño ronronero que me cela aparece el gigante. Me atrapa con su silencio de cuchillo, me sube a su hombro y lo acompaño hasta su sitio: me hallo de nuevo ahí: multiplicada del cuerpo, del miedo, paralizada de la lengua que se traga mi grito. No puedo despertar. Él ríe, se queja de mi abandono. Sé que el gigante está preso en mí, devorado por mi no sé qué día de luna llena; cultivado a la sombra de mi soledad. Sale de mis ojos y se pega de las vísceras a mi cabecera; me canta el poema que una vez soñé escribir. Lo veo seguir a mi viejo por la calle, en la cocina, en la nostalgia que ha logrado transmitirme. No logro despertar. Él se apodera de mi cordura, de mis pastillas de calma y sueño recetadas por el duende rojo de cara extraña. Escribo estas notas para mí, la de afuera, la que pertenece a la realidad, la que ve y ríe mientras finge; para mí que soy otra a la intemperie. Escribo ahora que lo veo tragarse también mis ganas, mi poder de combate, lo sé acercándose por mí: arrancará uno a uno mis recuerdos, desgarraré los miserables minutos de felicidad que aún guardo; brincará sobre mi cara, mis ojos, mi corazón destrozado. Puedo verle sin forma, hecho de obscenidad, de nada descifrable o claro, de nada construido por alguien más que no sea yo que me habito en la profundidad de la mente. Tengo miedo, mas no despierto del instante de sentirlo recorrer mi piel, mi hogar de vivir, mi libreta de metas. Escribo con prisa mientras lo espero: perro desnudo de pudor, araña que teje la trampa de mis días con sueño.
En estos pasillos de mis sueños de espasmos, me encuentro al gigante oblicuo que me llena de sorpresa. Me golpea contra la almohada mientras esculca mi cuerpo con su lengua de espanto. Me tiene boca a bajo. Sé que voy a morir justo ahora que lo escribo. Sé que el gigante ganará de nuevo la noche y mañana, a la luz del ojo preguntador, no sabré decir cómo es, cómo lo he combatido todo este período; sé que él guisará con lo que hoy obtenga el sueño de mañana. Escribo apurada, transfigurada, desconociéndome al paso de cada letra. Este es el final del pasillo del sueño huérfano. Ya veo la puerta del despertar, mi propio cuerpo clavado en la cama, amarrado a la suerte del despertar. Él ha ganado, me mira desde el espejo y sabe que mañana, en cualquier momento onírico, trepará de nuevo a mi garganta para tratar de detenerme, de dejarme muerta en mi agonía noctámbula: encierro permanente entre los cables de mi mente.
Llega la vieja de blanco, piel atiborrada de pliegues, ojos profundos, manos tiesas como tenazas; el tiempo se ha encargado de voltear su carácter, de borrar de ella el lado derecho. Me levanta con dificultad y me mira con sincero desprecio. Trago las pastillas que me ofrecen sus largos dedos de lagarto verde y repito lo más fuerte que puedo no me deje sola, mas sólo el gigante puede ahora escucharme.
En los pasillos del sueño intermitente aparece el gigante. Me atrapa con su mano de boca oscura, aprieta mi poca vigilia y se desintegra en mi grito de terror. No puedo regresar a mí y lo veo en el techo, pegado a las noches que paso fuera de la casa, de mi cama consoladora. Entonces el gigante amorfo juega conmigo mientras huyo de su ojo. Se posa en mi canción de cuna y convierte todo en un festival de muerte: devora niños, hombreslagartija posados al sol del mediodía, mata a mis siete gatos protectores, pisa mi presente. Justo ahora, cuando escribo al pie de la oscuridad de mi huida, lo sé venir por mí, por la que quedó de mí, la que fui.
En estos pasillos de mi sueño ronronero que me cela aparece el gigante. Me atrapa con su silencio de cuchillo, me sube a su hombro y lo acompaño hasta su sitio: me hallo de nuevo ahí: multiplicada del cuerpo, del miedo, paralizada de la lengua que se traga mi grito. No puedo despertar. Él ríe, se queja de mi abandono. Sé que el gigante está preso en mí, devorado por mi no sé qué día de luna llena; cultivado a la sombra de mi soledad. Sale de mis ojos y se pega de las vísceras a mi cabecera; me canta el poema que una vez soñé escribir. Lo veo seguir a mi viejo por la calle, en la cocina, en la nostalgia que ha logrado transmitirme. No logro despertar. Él se apodera de mi cordura, de mis pastillas de calma y sueño recetadas por el duende rojo de cara extraña. Escribo estas notas para mí, la de afuera, la que pertenece a la realidad, la que ve y ríe mientras finge; para mí que soy otra a la intemperie. Escribo ahora que lo veo tragarse también mis ganas, mi poder de combate, lo sé acercándose por mí: arrancará uno a uno mis recuerdos, desgarraré los miserables minutos de felicidad que aún guardo; brincará sobre mi cara, mis ojos, mi corazón destrozado. Puedo verle sin forma, hecho de obscenidad, de nada descifrable o claro, de nada construido por alguien más que no sea yo que me habito en la profundidad de la mente. Tengo miedo, mas no despierto del instante de sentirlo recorrer mi piel, mi hogar de vivir, mi libreta de metas. Escribo con prisa mientras lo espero: perro desnudo de pudor, araña que teje la trampa de mis días con sueño.
En estos pasillos de mis sueños de espasmos, me encuentro al gigante oblicuo que me llena de sorpresa. Me golpea contra la almohada mientras esculca mi cuerpo con su lengua de espanto. Me tiene boca a bajo. Sé que voy a morir justo ahora que lo escribo. Sé que el gigante ganará de nuevo la noche y mañana, a la luz del ojo preguntador, no sabré decir cómo es, cómo lo he combatido todo este período; sé que él guisará con lo que hoy obtenga el sueño de mañana. Escribo apurada, transfigurada, desconociéndome al paso de cada letra. Este es el final del pasillo del sueño huérfano. Ya veo la puerta del despertar, mi propio cuerpo clavado en la cama, amarrado a la suerte del despertar. Él ha ganado, me mira desde el espejo y sabe que mañana, en cualquier momento onírico, trepará de nuevo a mi garganta para tratar de detenerme, de dejarme muerta en mi agonía noctámbula: encierro permanente entre los cables de mi mente.
Llega la vieja de blanco, piel atiborrada de pliegues, ojos profundos, manos tiesas como tenazas; el tiempo se ha encargado de voltear su carácter, de borrar de ella el lado derecho. Me levanta con dificultad y me mira con sincero desprecio. Trago las pastillas que me ofrecen sus largos dedos de lagarto verde y repito lo más fuerte que puedo no me deje sola, mas sólo el gigante puede ahora escucharme.
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